VÍA CRUCIS CON LA MADRE DEL SEÑOR
meditado por José Cascant Ribelles
ORACIÓN INTRODUCTORIA
Señor, vamos a seguir la via dolorosa, el camino de la cruz. Esta vez queremos hacerlo junto a tu Madre, ya que ella siguió tus pasos hasta ponerse al lado de la cruz. No quisiéramos meditar nuestros pensamientos, aunque no es fácil evitarlo; queremos ponernos en el corazón de María. Queremos imaginar qué pensaba, cómo sufría, por qué resistía. Queremos descubrir las razones de su amor, pensar como ella pensaba. Nunca podremos penetrar el corazón de tu Madre totalmente, pero si nos aproximamos a él, seguro que encontraremos razones para resistir en nuestra lucha de fe, razones para darnos a los demás, razones para mantenernos en la esperanza.
Madre, Madre de Dios y Madre nuestra, ayúdanos a entenderte y entenderemos más a Jesús, ayúdanos a comprender tu alma y comprenderemos más el sentido de nuestra fe. Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
PRIMERA ESTACIÓN
MARÍA ESCUCHA LA SENTENCIA: JESÚS ES CONDENADO A MUERTE
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Hay un gran tumulto en Jerusalén. Los dirigentes del pueblo, los sumos sacerdotes y el sanedrín, han aprehendido a Jesús, el Hijo de María y lo han presentado a Pilato para que lo condene a muerte, puesto que ellos ya lo han condenado en su corazón y en su asamblea.
Juan, que pudo presenciar todo en la casa de Caifás, ha ido al cenáculo donde se encuentra María, la Madre de Jesús, preparando con las mujeres que han acompañado al Señor desde Galilea, las cosas necesarias para el sacrificio del día siguiente en el Templo. No dan crédito las mujeres a las palabras de Juan, pero miran a María y la ven callada, silenciosa, recogiendo en su corazón las cosas que oye decir al discípulo.
Juan les ha contado que el Maestro callaba sin defenderse como si fuera necesario que lo condenaran a muerte y, volviendo sus ojos hacia la Madre del Señor, la ve inclinar repetidamente la cabeza asintiendo; entonces, se le escapa un hilillo de voz:
— Sí, es necesario, es necesario; es signo de contradicción...
(Cf. Lc 2, 34)
Y rompe a llorar como llora una madre al darse cuenta del peligro en el que se encuentra su hijo. María se levanta, se echa el manto sobre la cabeza, mira a Juan como quien pide su brazo para que le acompañe y salen los dos seguidos de algunas mujeres en dirección a la residencia del Gobernador.
Aquello está lleno de gente, no se puede entrar. Pero Juan entiende por el apretón de manos de María que han de entrar como sea, porque ella ha de estar allí para cumplir su Misión de Madre.
Llegan a aquel patio con empellones y algunos insultos soeces contra la mujer más pura que jamás ha habido sobre la tierra, ahora la Madre del condenado, y contra el discípulo, un joven casto donde los haya. Ha llegado para convertirse en Madre del Condenado; casi nadie la conoce y nadie se percata que está allí, pero escucha muchos insultos contra su Hijo y contra sí misma que le aceleran el corazón doloroso.
¡Crucifícalo, crucifícalo!
(Jn 19, 6)
Y el corazón de la Madre está apunto de estallar. Juan nota el peso de María en su brazo y la abraza por la cintura para que no se desplome. Es el único consuelo que María siente en ese momento: los brazos del joven discípulo de su Hijo. Y Ella se promete ayudar a Juan y a los demás discípulos para que sean fieles y acepten la salvación que Jesús está realizando en la historia.
¡No tenemos más rey que al César!
(Jn 19, 15)
Estas palabras le suenan a María a blasfemia, han sustituido rey por Dios, y su dolor se acrecienta por momentos: “No quieren por Dios al que ha hecho grandes maravillas en mí”, piensa María en su interior. Pero sorprendentemente el discípulo escucha la débil voz de María, voz que se amaga en la garganta porque tiene dificultad de salir por la boca:
Ha comenzado la misericordia de nuestro Dios y va a derramar todo su amor hacia nosotros.
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, fortalece nuestra fe, ayuda nuestra esperanza y aviva nuestra caridad.
Padre nuestro o Ave María.
SEGUNDA ESTACIÓN
LA MADRE QUIERE AYUDAR A JESÚS A CARGAR CON LA CRUZ
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Madre del Señor, creo que no sabes dónde te metiste. Tú piensas que lo de menos son los empellones y los insultos soeces que vierten sobre tu Hijo y sobre ti. Insultos que hacen subir los colores de la cara del discípulo Juan, que sufre por ti, porque ya te ama, sin saber lo que le espera. Te has metido en esa casa de horrores motivados por el odio, el rencor y la envidia... Tu Hijo va a pagar por todos nuestros pecados y el castigo que cae sobre él será implacable. ¿Puede una madre soportar semejantes atropellos contra su hijo?
Dios de la misericordia y el perdón, preparaste mi alma y mi cuerpo para que soportara toda especie de males y permaneciera al lado de mi Jesús sobre todo en esos momentos en los que un hijo necesita a su madre. Escuché al anciano Simeón cuando con incontenible alegría en sus ojos tuvo que anunciarme acontecimientos que ahora ya no quedan lejanos. En mis oídos resuena la cantinela de aquella voz de un anciano:
«Éste, mira, aquí está puesto
para que en Israel haya
quien de su soberbia caiga
y otro se levante presto;
es bandera discutida:
a esclarecer la actitud,
y actuar con rectitud
de muchos que buscan vida:
su corazón será libre;
pero a ti, cruel espada
te traspasará el alma;
así del fiel su fe vibre.»
(Cf. Lc 2, 34-35)
Yo, mi Dios y Señor, acepté ser su Madre y siento en mis carnes este cruel castigo; cada latigazo, cada salivazo lo siento en mis carnes y en rostro lo noto, pero no saben ellos que el castigo que infligen a mi Jesús es el precio de sus pecados. No cuente en su haber este bien que a la humanidad hacen, porque es mi Jesús, oh Padre eterno, quien se somete a este suplicio. Déjame a mí poder estar a su lado durante estos tormentos. Si esa corona de espinas se clava sobre sus sienes, sea yo, Señor, quien lo sienta, pues mi Jesús es carne de mi carne; si esas llagas en su cuerpo le infligen mayor dolor, sea yo, mi Señor, quien lo sufra; si esa cruz que ponen sobre sus espaldas ya encorvadas por sus sufrimientos, sea yo quien la soporte. Padre eterno, me diste un Hijo para que sufra como una madre, haz que comparte con el Hijo de mis entrañas, tu Hijo eterno, este gran dolor y este misterio redentor.
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, haz que yo sepa cargar con mi cruz de cada día con alegría y esperanza.
Padre nuestro o Ave María.
TERCERA ESTACIÓN
MARÍA SE SIENTE DESVANECER CUANDO JESÚS CAE POR PRIMERA VEZ
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
María ha salido tarde del Pretorio, no podía adelantarse a la turba que gritaba como si hubieran alcanzado una gran victoria en su batalla. María, para abundar de amor en su corazón, ha querido asomarse al lugar del suplicio. Hasta la soldadesca se ha marchado de allí y ha dejado el lugar sucio y nauseabundo por sus sudores y los licores que libaban. A María le ha parecido aquel lugar el Sancta Sanctorum del Templo. Por doquier veía la sangre de su hijo. La misma sangre que había corrido por sus venas, la sangre que había dado vida a su Hijo Jesús. María calla en silencio. Juan no sabe qué es preferible si ver aquello o marcharse del lugar. Por el suelo, por las paredes, y sobre todo en aquella columna está la Sangre del Maestro. Ahora el discípulo comenzará a comprender que la Mujer a la que acompaña, la Madre de Jesús entiende el misterio de su Maestro. María se levanta el gran velo que cubre su cabeza y lo pone en las manos de Juan, se desprende del manto y colocada de rodillas va recogiendo con su manto la sangre preciosa del Hijo. Con un ademán pide a Juan que le ayude con el velo. Los dos, Madre y discípulo, limpian aquel antro de la sangre del Redentor:
“Éste es el cáliz de mi sangre
sangre derramada por vosotros
y por todos los hombres
para el perdón de los pecados”
(Plegaria eucarística, Consagración del “Sanguis”)
Juan no ha escuchado ninguna palabra de queja, ni de protesta, ni siquiera una súplica que saliera de la boca de María, pero ha notado una atmósfera sagrada mientras ellos dos hacían aquellas abluciones. María hizo que aquella sala de tormentos se hubiera convertido en un gran cáliz y ellos, como sirvientes del Dios eterno, no querían dejar aquella Sangre preciosa por allí desparramada y seca. La Magdalena y las demás mujeres que han ido a buscarles se han sumado en religioso y profundo silencio a aquella tarea que María ha iniciado. Ha quedado desconocido el salón y presurosos salen todos buscando la comitiva. Una de las mujeres se ha llevado los lienzos para guardarlos y vendrá con otros mantos para paliar el frío.
Pero María de repente se detiene. Algo pasa. Pero emprende de nuevo la carrera y por detrás de toda la gente ve a su Jesús en el suelo. Ella se desploma y cae. Nadie se ha percatado, solo Juan que se agacha para levantarse y entonces escucha de labios de María en voz baja:
- ¿Por qué me buscas? ¿No sabes que debo estar en las cosas de mi Padre?
- Porque una espada ha traspasado mi alma.
(Lc 2, 49.35)
Se levanta el Hijo con más fuerza que antes, se levanta la Madre con más energía que antes. Y seguimos con ellos camino del Calvario.
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, concédeme la gracia de levantarme de mis pecados cada vez que yo caiga en la tentación.
Padre nuestro o Ave María.
CUARTA ESTACIÓN
LA MADRE DEL SEÑOR SALE AL ENCUENTRO DE SU HIJO
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Ya no soportas más; te has cansado de ir por detrás de todos los curiosos. A distancia se escuchan tantas cosas que tu corazón estallará y decidiste que tenías que pasar a primera fila. A Juan no le divertía nada lo que ocurría pero entendía que no podías escuchar: “No puede”; “éste no llega”; “pobre hombre, cómo le pegan, “se ha caído y se volverá a caer” y así tantas cosas, unas verdaderas y otras falsas, pero todas dañinas. Esas son frases que te rompen el alma y tú no puedes auxiliar, animar, aliviar a tu Jesús.
Por fin has decidido pasar por esa callejuela que, siendo tan estrecha, no tiene tanta gente. Juan, el discípulo que te acompaña, se conoce Jerusalén como las palmas de su mano y a través de una casa de doble puerta ha conseguido pasarte a un lugar en primera fila por donde pasará la comitiva. No tardó mucho tiempo y comenzaste a ver borrosamente aquel letrero que se acercaba, pero no leíste porque buscabas con tus ojos a Jesús en medio de aquella rabiosa turba.
Ahí han llegado. Jesús te mira, tú miras a Jesús...
Tantas veces en nuestra vida a ocurrido esto mi Jesús. Te he mirado, me has mirado y si tenías un dolor me has sonreído, como ahora con todo tu dolor me estás sonriendo. Hijo mío, ahora que estoy delante de ti entiendo todo esto por lo que pasas, pero no impidas que participe de tu dolor. Me has hecho tu Madre en Nazaret, en Belén, en Egipto, y también quiero serlo ahora en Jerusalén. Dime qué puedo hacer para aliviar tu dolor, paliar tus sufrimientos, aminorar tu dolencias. Siempre fuiste fiel, obediente y servicial conmigo. Cuando se nos fue José, a quien tanto queríamos, te abrazaste a mi y cargaste con todo el dolor de la separación y ya no me abandonaste. No quieras ahora apartarme de ti y llevar tu solo esta carga. Cuenta conmigo, aunque con esto llegue mi muerte y sea lo último que haga por ti...
Madre, siempre he contado contigo y lo sigo haciendo. Recuerdo aquella canción que me cantabas desde pequeño:
Vosotros, los caminantes, que pasáis por el camino,
¿no os importa esto? A mi Madre sí le importa mi dolor;
observad y ved que no es posible un dolor como mi dolor,
un dolor que con mi Madre vivo, mantengo y participo,
ése dolor con el que atormentada aquí está ella presente,
ése con el que Dios por ti nos afligió el día de su ira ardiente.
(Lam 1, 12)
Señor, por el dolor de la Madre de tu Hijo, acepte yo de buen grado participar con mis dolores de la pasión de Cristo.
Padre nuestro o Ave María.
QUINTA ESTACIÓN
MARÍA SE SIENTE AGRADECIDA A SIMÓN DE CIRENE POR AYUDAR A JESÚS A LLEVAR LA CRUZ
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
El encuentro con la Madre había servido a Jesús para recobrar aliento; pero por arte de un don sobrenatural, María pidió al Padre poder ayudar un poco a Jesús y el Padre le concedió algo más que una ayuda, un verdadero consuelo.
Mientras lo llevaban
obligaron a un hombre,
de Cirene es el pobre
que del campo regresaba.
Simón, yendo detrás,
fue bendito y honrado,
habiendo sido llamado,
no dejó a Jesús jamás.
Llámame a mí también:
que lleve yo tu cruz,
encuentre así la luz
y el cielo para mi bien.
(Cf. Lc 23, 26)
Padre eterno, mira a nuestro Hijo cómo se dispone a llevar en solitario la Salvación de la humanidad. Me asociaste a él cuando enviaste a Gabriel, allá en Nazaret, para que participara ésta, tu esclava, en tus misterios. Has escuchado mi plegaria, no tanto por tu Hijo y mi Hijo, cuanto por todos nosotros, para que aprendamos a cooperar de modo activo en la Redención de nuestros hermanos. Simón de Cirene entra como un curioso, pero le has dado la gracia de convertirse en amigo de mi Jesús. Te pido por él, por sus hijos, por toda su familia. Quisiera que todos sepan que llevar la cruz de mi Jesús es llevar la propia cruz. Y concédeles la fe que necesitan para entregarse a ti con todo su corazón y con todo su ser. No dejes a Simón y a su familia que se pierdan y convócalos a tu amor. Concédeme que mi corazón agradecido esté cerca de ellos y cerca de cuantos por amor a mi Jesús den su vida, su tiempo y sus legítimos deseos para servirte y servir a cuantos lo necesiten.
La proximidad de Simón con Jesús le propició reconocer al Señor como su Salvador. Toda su familia abrazó la fe de Cristo, como lo atestigua el Evangelio: “Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz”. (Mc 15, 21; Cf. Rom 16, 13)
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, haznos seguidores de Cristo, llevando nuestra cruz, ayudando a los demás a llevar la suya.
Padre nuestro o Ave María.
SEXTA ESTACIÓN
MARÍA MIRA CON CARIÑO A LA VERÓNICA CUANDO ÉSTA LIMPIA EL ROSTRO DE JESÚS
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Mi Jesús, Hijo mío, no ves bien el camino. Ese reguero de sangre que sale por tu coronada frente, donde se han clavado las espinas, entra hasta tus ojos, que anegados en sangre, te escuecen y te impiden ver dónde poner tus pies. Pasa el borde de tu manga por delante de tus ojos, limpia algo de tu rostro y alivia el escozor, porque también siento pena que no puedas ver, que calle mal empedrada te va a hacer tropezar. Cuando tú eras pequeño, con los brazos abiertos te seguía para que no te cayeras, porque mi corazón me dolía ver a mi Jesús llorando del dolor de la caída. Y si te caías, yo iba enseguida y con mi velo limpiaba el lugar de la herida o tu rostro por el barro del lugar donde caías. Pero ahora, mi Señor y mi Hijo, no puedo acercarme hasta ti, porque por hacerte más sufrir me apartarían de ti. Si yo pudiera ahora mismo, correría a donde estás y lavarte tu rostro me ayudaría a verte y decirte que te quiero, que contigo sufro y espero que al terminar tanta iniquidad el mundo hacia Dios se vuelva.
No hay oración de María que quede en el vacío. Jesús ha escuchado la meditación de la Madre y como no quiere que sufra más de lo que le es debido, le manda un alivio. Sale una mujer que estaba en la otra parte de la calle, y muy cerca de Jesús. Sorprendiendo a todos los presentes y sin esperar que puedan reaccionar, se quita su velo que estaba varias veces sobre sí doblado y, acercándose a Jesús, enjuga su rostro con su velo hasta dejar limpia la faz del Redentor. María vio la escena y el corazón le dio un vuelco, temía entonces más por aquella mujer que por cualquier cosa. Verónica era la mujer que enjugó el rostro de Jesús. El Señor se le quedó mirando, La Madre del Señor la seguía con sus ojos agradecidos. En silencio María rezó al Padre que nadie la molestara, que nadie la golpeara, que no hubiera quien la apartara de la buena obra que hizo. Para cuando se dieron cuenta los soldados, Verónica atravesó la calle, y le su velo a la Madre, que recogía agradecida. La miró María con cariño y la unió a su grupo. El milagro que allí se obró es que entre el Hijo y la Madre hicieron de la Verónica una fiel discípula en el futuro. Mas tarde, el pueblo fiel pudo ver como el Señor premió aquel corazón imprimiendo su imagen en cada alma creyente, como en los lienzos se hace.
Una mujer fuerte, ¿quién la hallará? Supera en valor a las perlas.
Su marido se fía de ella, pues no le faltan riquezas.
Le trae ganancias, no pérdidas, todos los días de su vida
Busca la lana y el lino, y los trabaja con la destreza de sus manos.
Es como nave mercante que importa el grano de lejos.
Todavía de noche se levanta, a preparar la comida a los de casa. ...
Se ciñe la cintura con firmeza, y despliega la fuerza de sus brazos. ...
Abre sus manos al necesitado, y tiende sus brazos al pobre. ...
Se viste de fuerza y dignidad, sonríe ante el día de mañana
Abre su boca con sabiduría, su lengua enseña la bondad. ...
Hay muchas mujeres fuertes, pero tú las ganas a todas. ...
Cantadle por el éxito de su trabajo, que sus obras la alaben en público.
(Cf. Prov 31, 10-31)
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, danos valor para proclamar el testimonio de nuestra fe sin cobardías ni miras humanas.
Padre nuestro o Ave María.
SÉPTIMA ESTACIÓN
MARÍA SE SIENTE ATURDIDA AL VER CÓMO JESÚS CAE POR SEGUNDA VEZ
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
La via dolorosa se hace estrecha y empinada mientras sube al Calvario y María, la Madre de Jesús, comienza a sentir que se le hace difícil. No puede ir todo el tiempo cerca del Señor y el discípulo no quiere que vaya detrás siguiendo la comitiva porque se lleva demasiados empellones y golpes. Juan se la lleva por delante para que vaya siguiendo los pasos de Jesús arrimada a las paredes y con pequeñas carreras antes de que llegue la soldadesca con los tres condenados de ese día. Eso hace que María se fatigue tanto que se siente desfallecer. Se agarra fuerte a los brazos del discípulo, aprieta con sus manos en ellos para no caerse. El discípulo siente la presión de las manos de la Señora, pero aguanta por el amor que le tiene. Teme que se le puede resbalar y pide a María Magdalena que le ayude a llevar a María, prácticamente empujándola cuesta arriba. Pero María se desploma y cae al suelo de rodillas y no se va de bruces porque sus acompañantes han sido rápidos en recogerla al vuelo. La levantan y mira atrás porque ha escuchado un grito de la gente. Desde allí ve a su Jesús de nuevo el en suelo y si no puede más el Hijo, la Madre puede menos y vuelven a flaquear sus piernas. Juan y María Magdalena la dejan poco a poco para que se siente en el suelo. Desde allí contempla lo que le está costando a su Hijo levantarse. Todos sus nervios están en vilo y su cuerpo se resiente y tiembla porque a su Hijo, a su querido Hijo, no dejan que se levante, le golpean más, una y otra vez. Ella reza en su interior, recordando la voz de los profetas:
Como muchos se espantaron de él,
porque desfigurado no parecía hombre,
ni tenía aspecto humano.
Creció como raíz en tierra árida,
sin figura, sin belleza.
Lo vimos sin aspecto atrayente,
despreciado y evitado de los hombres,
como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos,
ante el cual se ocultan los rostros,
despreciado y desestimado.
Él soportó nuestros sufrimientos
y aguantó nuestros dolores;
nosotros lo estimamos leproso,
herido de Dios y humillado;
pero él fue traspasado por nuestras rebeliones,
triturado por nuestros crímenes.
(Is 52, 13-14; 53, 2-5a)
Levántate, mi Jesús; no desfallezcas ahora; vámonos hasta el final. El profeta dice: «Sus cicatrices nos curaron» (Is 53, 5b). Son las tuyas, mi Jesús, son las tuyas las que cicatrices que curan a todos los hombres y mujeres, niños, mayores y jóvenes, justos y pecadores, sanos y enfermos, tristes, abandonados y errantes; todos tenemos necesidad de ti, de tus cicatrices, de tu entrega. Recoge, Jesús mío, mi Hijo, el ofrecimiento de mi vida y sigamos adelante, que ya estamos cerca. Ánimo, levantémonos los dos a la vez. Eso, y subamos al Calvario: allí será lo que Dios disponga y nosotros obedecemos.
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, no nos dejes caer en la tentación, y si caemos, anímanos a levantarnos de nuevo.
Padre nuestro o Ave María.
OCTAVA ESTACIÓN
MARÍA SE SIENTE ACOMPAÑADA POR LAS MUJERES DE JERUSALÉN QUE LLORAN POR JESÚS
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Mira, atiende bien, mi Jesús; estas mujeres sufren como yo por sus hijos. Cada una tiene sus razones; una que si su hijo está en la cárcel, otra que lo han ajusticiado y no sabe por qué; la de más allá lo tiene enfermo porque lo hirieron y se ha quedado lisiado. Dicen que el hijo de la otra es un zelote...; aquella que su hijo ni le habla...; que cada una tiene una razón para llorar... Hoy lloran por ti, como han llorado por sus hijos; hoy lloran por ti, porque acompañan mi dolor; hoy lloran por ti, porque están desesperadas; hoy lloran por ti, porque no saben el sentido de sus vidas; de una u otra manera les han arrebatado a su hijo, y te ven a ti, mi Jesús, como el hijo que perdieron. Ellos eran su sustento, ellos eran su amor, eran su felicidad. ¿Lo ves, Hijo mío, porque están tan cerca de mí? Te han visto y como por arte juntamente de terror con amor se han congregado para que sepas que te comprenden, aunque no saben a ciencia cierta por qué... Se han querido identificar conmigo y aquí están para mostrarte su dolor, su desengaño y su desilusión. Acógelas, mi Jesús, Hijo mío, dales parte de la esperanza que tengo porque en ti aprendí la verdad. Míralas y dales algún consuelo que pueda orientar de nuevo sus vidas.
Los ojos del Hijo han ido pasando continuamente de la Madre a las mujeres que lloran desconsoladamente. Los ojos del Hijo han derramado lágrimas escuchando bajo la cruz, en silencio, la plegaria de la Madre por estas mujeres que no encuentran sentido a sus vidas. Al comprender que lloran porque tienen mil razones para hacerlo, el Señor de la Gloria, desde debajo del leño de la Cruz abre sus labios para bendecir a aquellas mujeres que sufren como sufre su Madre, que lloran como llora su Madre, que desesperan porque no entienden el amor de Dios como lo entiende su Madre... Se vuelve hacia ellas, y en un esfuerzo entro los que sufre el Maestro, les dice:
“Hijas de Jerusalén,
no lloréis ya más por mí,
llore cada una por sí
y por sus hijos también;
porque un día escucharéis:
«las que nunca han parido,
las que estériles han sido,
a esas bendeciréis.
Aquellas que no han criado,
las que sus senos cerraron,
las que nunca amamantaron,
mejor suerte han hallado».
Entonces vosotras mismas,
llorando, arrepentiréis
vuestras almas y diréis:
enviadnos a las islas,
«que los montes se desplomen,
nos sepulten bajo tierra,
nos oculte ya hierba,
las colinas nos sepulten».
Aquí está el leño verde:
mirad cómo lo maltratan
ved que mal lo despedazan,
¿tendrá el seco mejor suerte?
(Cf. Lc 23, 28-31)
Todas ellas entendieron que mi Jesús cargó con todos sus dolores. Han quedado consoladas y mi corazón dolorido.
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, haznos entender cómo podemos participar de tu pasión uniendo nuestros dolores.
Padre nuestro o Ave María.
NOVENA ESTACIÓN
MARÍA QUIERE AYUDAR A JESÚS A LEVANTARSE CUANDO ÉL CAE POR TERCERA VEZ
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
¿Ay, Hijo mío!, si ya no puedes más. ¿por qué no acaba todo aquí? Te veo tambalear con ese pesado leño. Ni Simón tiene fuerzas para continuar, pero tú quieres llegar al final, pero ya sabes cuán destrozada estoy. Hijo, Hijo mío, no vayas tan solo de lado a lado, apóyate en Simón. Él te mira, pensando que si desfalleces podrá tenderte una mano. ¡Ay, ay, ay, mi hijito!
Jesús se ha caído de nuevo, Ella lo veía venir y se ha abalanzado hacia el centro de la estrecha calle de Jerusalén, pero Juan la ha tomado de la mano: “Por favor, Señora, no compliquemos más las cosas”. Tú has obedecido a Juan y has frenado tu carrera a tiempo. ¿Crees que esos hombres te hubieran respetado? Un trallazo y aumentas el dolor de tu Hijo. Pero no dejas de mirarle, porque su rostro ha dado de lleno contra las losas y tú sientes ese golpe como propio. Tienes el rostro fijo en las manos de mi Señor, esperando que reaccione para levantarse. Pero esos hombres que le gritan para que se levante, le golpean con el látigo una y otra y otra vez, impidiendo así que pueda incorporarse. Acabas de mirar a los ojos de Simón y él se ha compadecido de ti. Se ha puesto sobre la espalda de Jesús y el trallazo ha sido descargado sobre las espaldas del ayudante. Tú le miras agradecida y le das aliento para que ayude a Jesús a levantarse.
Hijo mío, has de seguir hasta el final. Acuérdate que todos dependemos de ti. No vuelvas a caer, asegura cada uno de tus pasos, sigue firme hasta el altar, concluye el sacrificio y combate al peor de nuestros enemigos. Hijo mío, tú eres el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el que había anunciado el profeta Isaías:
Como ovejas, descarriados,
cada cual por su camino,
vagando ya sin destino,
mal nos hemos apartado.
El Señor que cayera hizo
sobre él nuestro pecado;
así salva al condenado
el que no tuvo delito.
Por no desplegar la boca
se atrevieron a afligirlo,
igualmente a oprimirlo
por callarse como roca.
Aquí el Cordero es llevado
como oveja al matadero,
puesto en el trasquiladero
silencioso y muy callado.
Sin juicio fue condenado,
sin permitirle defensa.
¡Cuán grande es la ofensa!
para que Él sea cortado
de la tierra de los vivos
por un pueblo transgresor
que vive sin saber de amor
y al Cordero deja herido.
(Cf. Is 53, 6-8)
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, haz que nunca busquemos venganza para los males que nos infligen.
Padre nuestro o Ave María.
DÉCIMA ESTACIÓN
MARÍA SIENTE UN ENORME DOLOR CUANDO JESÚS ES DESPOJADO DE SUS VESTIDURAS
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
¿Qué mal os ha hecho mi Hijo? ¿Por qué le quitáis sus vestidos? ¿Qué vais a hacer con su túnica?
Mis manos cosieron sus ropas; quise que vistiera sencillo y pobre pero con porte de Rabino. ¿Acaso podía ahorrarme algún esfuerzo si todo era para mi Jesús? Volqué mi amor en cada cosa que hice por mi Jesús. Yo misma tejí el algodón: cada hilo, cada hebra estaban hechos con mi oración, escondí los nudos tras hacerlos tan pequeños que eran casi invisibles, corté el patrón de memoria porque todo lo referente a mi Hijo lo tengo grabado en mi corazón. Con el mismo hilo del tejido hice las vueltas del cuello, las mangas y el vuelo a la medida de sus talones. Esa túnica la hice sin costura y sin medidas porque me conozco cada palmo y cada pulgada para vestir a mi Jesús.
Cuando tejía su túnica pensaba que hacía un mantel para el altar, donde el Eterno sacerdote celebraría el sacrificio de la Redención definitiva. Túnica como lienzos y cortinas para la habitación del gran Rey. Mi corazón desbordaba de alegría cuando el uso pasaba una y otra vez, y esa túnica crecía.
Un día, acababa mi Jesús de lavarse y aparecí con la túnica para ceñírsela. Se la puso, me miró agradecido, levantó sus brazos para abrazarme y le vi como el Sacerdote eterno con los los brazos extendidos y las manos levantadas, para dar una bendición salvadora a toda la humanidad. Esa es la túnica de mi Hijo.
Así medita María, mientras despojan a Cristo de la túnica que tejieron sus manos.
Y ahora, medito yo ante vosotros, cuantos están desnudando a su Hijo; vosotros, que sin ninguna piedad ni con el Hijo ni con la Madre, arrancáis de sus carnes ensangrentadas esos regios vestidos, lienzos sagrados para el altar del Gran Sacrificio que redimirá a toda la humanidad, y que a vosotros os incluye. No queréis que el Hijo muera con los vestidos que preparó su Madre y la habéis dejado del todo desconsolada. Pues escuchad, cuantos despojáis a Dios de sus derechos, la sentencia sobre las cosas venideras:
“Los reyes de la tierra, los grandes y generales
los ricos y los pobres y todo hombre que se mueva,
los esclavos y los libres se esconderán en las cuevas
y, cubiertos de piedras, se ocultarán entre pedernales.
Dirán entonces, llenos de pavor y aterrorizados,
a los montes y a las piedras y a las rocas de las cumbres:
escondednos, caed sobre nosotros, dejadnos sin lumbre,
del que está en el Trono y de su Cordero ocultadnos.
Porque llegó ya el Día de la ira, la ira del Gran Rey,
Nadie podrá mantenerse en pie, nadie se sostendrá,
quedarán todos exterminados, todo se arruinará,
quedará solo el resto de los que formaron su grey”
(Cf. Ap 6, 16)
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, haz que nos esforcemos todos los cristianos en vivir la virtud de la santa pureza y la custodia del corazón.
Padre nuestro o Ave María.
UNDÉCIMA ESTACIÓN
MARÍA CONTEMPLA A JESÚS CLAVADO EN LA CRUZ Y DESCUBRE QUE ES MADRE DE TODOS LOS CREYENTES EN SU HIJO
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
María ha sufrido el momento horroroso de la crucifixión paso a paso. Cada golpe de martillo, cada calambre del Hijo, cada gota de sangre que parecía salir de sus propias venas..., cada ruido resonaba en su cuerpo como un golpe de mazo en sus entrañas. El discípulo no entiende cómo una madre puede aguantar tanto y la mira como indicándole si quiere irse de allí a un lugar apartado y más tranquilo. María en silencio se aferra a los brazos del discípulo y da un paso adelante para estar tan cerca de su Jesús como se lo permitan los guardias. A Juan se le han ido todos los miedos porque la Señora aguanta firme, al pie de la cruz, y le ha infundido valor. Las mujeres también han dado un paso al frente, para estar más cerca del Maestro y acompañar a su Madre.
Hijo mío, sé que escuchas mis súplicas, aunque resuenen en mi corazón, pero necesito unas palabras tuyas. En todo el trayecto no he podido escuchar tu voz, porque ni siquiera te lamentas o te quejas. Es muy grave tu silencio. Pero, Hijo mío, mi alma quizá se repondría un poco y descansaría si escuchara una voz de tu parte.
«Mujer, ahí tienes a tu hijo.»
(Jn 19, 26b)
María ha comprobado que de nuevo su oración ha sido escuchada por su Hijo, como siempre. Ella sabe que nunca le falla, quizá se hace de rogar como les gusta a los hijos, pero Jesús no ha fallado jamás. Pero María ha vuelto su rostro de cara a Juan. Descubre que la cara del discípulo no es la misma que la del Maestro, pero se parece tanto a su Jesús. Piensa María que es un parecido que viene desde dentro, desde interior, desde la fe, desde la fidelidad, desde el amor de Dios.
«Ahí tienes a tu madre.»
(Jn 19, 27a)
Ahora es el discípulo quien levanta el brazo y lo pasa por encima del hombro de la Mujer, la nueva Eva, y le susurra al oído: ¡Madre! y le da un beso en la frente. María, la Madre que lo está mirando, responde con un beso en la mejilla del discípulo, mientras le dice: ¡Hijo! Ya no se van a separar jamás mientras vivan en este mundo. Desde el altar de la Cruz, el sacerdote eterno contempla la configuración de su Iglesia con una Madre que ama a sus hijos y unos hijos tan unidos al Maestro como su Madre. Entonces, el Maestro, en un postrer aliento, “viendo que ya todo estaba cumplido, y para que también se cumpliera la Escritura dijo:
«Tengo sed.»”
(Jn 19, 28)
Maria y Juan, Madre e hijo, entendieron que la sed de Jesús no es de agua, porque si lo fuera no pediría ayuda. Su sed es que su Iglesia no sea una institución humana más, de las que se dedican a hacer cosas buenas; sino el sacramento de salvación universal con la misma misión con la que el Señor vino a este mundo. Entienden que, desde la cruz, el Maestro deja su misión para sus discípulos, su testimonio, de modo que lleguen a establecer el reino de Dios en la tierra.
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, haz que seamos fieles a nuestra vocación cristiana, aunque todo parezca que se ponga en contra de la Iglesia.
Padre nuestro o Ave María.
DUODECIMA ESTACIÓN
MARÍA ACEPTA LA MUERTE DE JESÚS EN LA CUZ COMO EL SACRIFICIO DE LA REDENCIÓN UNIVERSAL
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Solo entiende el que quiere o tiene buena disposición para entender. Así como María ha comprendido la profundidad eclesiológica de la sed del Señor, los soldados están allí cumpliendo una mera obligación. Así y todo, les entra una somera piedad hacia el Crucificado y ven que «Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo:
«Está cumplido.»
E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.”
(Jn 19, 29-30)
Madre e hijo, María y Juan, han sentido un aguijonazo en su corazón, y se abrazan muy fuerte el uno contra el otro. La Madre abre su brazo para que María Magdalena y las demás mujeres se abracen a ellos. No es temor, no solo es dolor, aunque sobreabunda, es unión, es amor, es un solo corazón y una sola alma, para «un solo Señor, una sola fe y un solo Dios y Padre de todos» (Cf. Ef. 4, 5-6).
María sabe que la obra de Jesús sin la unidad de sus discípulos echaría a perder la autenticidad de la fe y sería poco ejemplar. El Señor, piensa María, no ha de morir en vano. Su abrazo es el comienzo. Ella estará en medio de la Iglesia desde este momento manteniendo unidos en la fe a los discípulos mientras esperan la venida del Espíritu Santo y siempre en la esperanza de las promesas de Cristo.
Jesús, Hijo mío y Señor mío, acabo de entender tu muerte y la acepto. “Era necesario que que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria”, así lo habían anunciado los profetas. Pero, ya sabes que a veces nos resistimos. Los humanos nos resistimos a perder lo que tenemos en esta vida, sin darnos cuenta que muchas veces ganamos más y mejor aquello que perdemos. Una Madre, así siente mi corazón, quisiera no pasar por el trance de ver morir a sus hijos. Teniendo un Hijo como tú, me parece perder mucho, pero he aprendido que voy a tener muchos más hijos. ¡Cuántas madres como yo van a ser elegidas para entregar su hijo a Dios totalmente de ahora en adelante! Ellas aprenderán que tú te has ido y quiero que aprendan que lo hemos de aceptar. Criamos hijos para Dios porque de Dios son y no debemos obstaculizar la misión que Dios les conceda en este mundo. Yo podré susurrarles al oído y entrar en su corazón para decirles “Alegraos, aunque de momento tengáis que sufrir un poco, en pruebas diversas. No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación” (I Pe 1, 6. 8-9).
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, haz que amemos intensamente el Sacrificio eucarístico donde Jesús se ofrece en oblación perpetua.
Padre nuestro o Ave María.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
MARÍA RECIBE EN SU REGAZO EL CUERPO DE JESÚS BAJADO DE LA CRUZ
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
María ha aceptado la muerte de Cristo, pero espera abrazar el cuerpo de Jesús y desea que todos se vayan para que algunos amigos le bajen a su Hijo, quiere llenarlo de amor, de besos, de cariño..., quiero limpiarlo, presentarlo al Padre tan puro, limpio y entero como el Padre se lo dio..., quiere recomponerlo. Se da cuenta de que hay un murmullo a su alrededor. Algunos hombres están discutiendo y escucha poco porque está pendiente de su hijo, pero todo ese movimiento le molesta en su contemplación. ¿No dejarán tranquila a una madre después de matarle al hijo? María mira a Juan y le pide que se entere de lo que pasa. Ella se teme lo peor. Teme que incineren o descuarticen el cuerpo de su Hijo o qué otra calamidad se les puede ocurrir. Tiene el corazón agarrotado y se le hace un nudo en la garganta que por momentos la asfixia. Espera con profunda angustia noticias de Juan:
El discípulo le habla al oído: Madre,
«los judíos, como es el día de la Preparación, para que no se queden los cuerpos en la cruz el sábado, porque este sábado es un día solemne, han pedido a Pilato que les quiebren las piernas y que los quiten».
¿Más?, ¿todavía no se han saciado? ¿Qué más, Señor, pueden hacerle a mi Señor? ¿También le van a perseguir después de muerto?
Entonces ven que «los soldados le quiebran las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.»
Mi Jesús, ¿no es suficiente? No te reservaste nada para ti, ni una gota de tu sangre, ni un suspiro, ni un aliento, ni un consuelo. Nadie ha cumplido la voluntad del Padre como tú, mi Jesús, pero nos has enseñado a hacer la voluntad de Dios negándonos a nosotros mismos. Dios antes, siempre y en todo.
Es discípulo escribirá un día:
«El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.»
(Jn 19, 31- 37)
Con ojos de agradecimiento, María recibe a Jesús después que José de Arimatea, un discípulo clandestino de Jesús por miedo a los judíos, pidiera a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó. María sabe del valor de este hombre que a la hora de la verdad se presenta en público cuanto más tiene que perder. Se junta a José otro discípulo, Nicodemo con ungüentos, y aumenta el consuelo de la Madre. La audacia de estos hombres en el momento más comprometido asegura la misión de la Iglesia, y María, con su hijo en su regazo, haciendo una limpieza rápida del cuerpo de Jesús, extiende los ungüentos, ayudada por las mujeres, por el Cuerpo del Señor; de este modo se despide de su Hijo llena de fe y esperanza; y permite a José de Arimatea que se lleve el cuerpo de Jesús.
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, infunde un amor intenso en nuestros corazones hacia la Madre de Jesús y Madre nuestra.
Padre nuestro o Ave María.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
MARIA ESPERA EN EL PODER DE DIOS TRAS COLOCAR EL CUERPO DE JESÚS EN EL SEPULCRO
V. Te adoramos, Cristo y te bendecimos.
R. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
(Jn 19, 41-42)
Parecía que todo había concluido. Ya se había ido la soldadesca; los sacerdotes del Templo que insultaban a Jesús, siempre tan ocupados en sus asuntos, se habían bajado del Gólgota; los curiosos ya no tenían nada más que ver. Es verdad que Jesús había concluido porque había cumplido todo lo prescrito y anunciado por los profetas; pero María, a la que se le iban secando las lágrimas, sacaba fuerzas de flaqueza y sabía que no había concluido nada, sino que todo iba a comenzar ahora. Para María el final era el principio; esa era su experiencia. El Arcángel Gabriel le había anunciado que sería la Madre del Altísimo, y eso que era un motivo de alegría: Dios en si interior, Dios en ella, Dios en su casa, Dios en su caminar de cada día..., se convirtió en una sucesión de problemas y preocupaciones, sin lugar en la posada, un pesebre para el Hijo de Dios, persecución por parte de Herodes, emigración a Egipto, regreso de Egipto pensando encontrar paz y tranquilidad, y huida a Nazaret, una detrás de otra, nunca tuvo tranquilidad, nunca tuvo quietud; eso sí, tenía paz, esa paz que Dios transmite a los que creen en el sin condiciones. María es el tipo de creyentes que no pone pegas a Dios: “He aquí la esclava del Señor”. Pero ahora María, mientras entierran a Jesús, mira y recuerda todos los acontecimientos ocurridos desde el principio y calla, guarda silencio y conserva todas estas cosas en su corazón. María sabe que Dios tiene sus tiempos de silencio y sus tiempos para tronar. Ahora llegan días de silencio, Dios calla en lo más profundo del sepulcro, María calla en lo más profundo de su alma. No se atreve a interrumpir el silencio de Dios. La Palabra ha callado y María calla, porque en ella se hace según su Palabra. Cuando la Palabra vuelva a hablar y Dios truene, allí estará María para proclamar la grandeza del Señor. Pero ya se alegra su espíritu en Dios su salvador, porque lo que no le falta a María es esperanza. Ella sabe que todo esto va a explotar en breve y entonces ella estará como siempre al lado de Jesús, de pie, junto a la cruz, donde se ha convertido en Madre de todos los creyentes. El silencio de María es una esperanza en lo que su fe tiene de seguridad: Jesús el Cristo, el Hijo eterno del eterno Dios, nacido de María en el tiempo, muerto en la cruz bajo el poder de Poncio Pilato, se levantará victorioso, resucitado de entre los muertos para subir al cielo y juzgar a vivos y muertos, mientras, su Iglesia se extenderá por todas las naciones proclamando “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos”. Esta es la fe de María. Esto es lo que medita María en su corazón durante este tiempo del silencio de Dios. Por eso, la mujer fiel, la esclava, la obediente, la dolorosa, será coronada por Dios junto a su Hijo como reina y señora del Cielo y de la tierra.
Señor, por los dolores de la Madre de tu Hijo, concédenos la virtud de la humildad para que aprendamos a callar cuando seamos injuriados por tu causa, aunque nos traten de cobardes; y sepamos hablar, cuando tú nos exijas el testimonio público de nuestra fe.
Padre nuestro o Ave María.
Por la persona e intenciones del Papa Francisco:
Padre nuestro, Ave María y Gloria
Credo