LAS ÚLTIMAS MIRADAS






AUTORES

M. I. Sr. D. José Cascant Ribelles

Consiliario de la Real e Ilustre Hermandad Nuestra Señora de los Dolores de Gandia

D. Joan Estornell Cremades,

Hermano Mayor de la Hermandad Nuestra Señora de los Dolores de Gandia


EDITA

REAL E ILUSTRE HERMANDAD NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES DE GANDIA

C/ SAN RAFAEL, 60 - GANDIA - 46701 

© 2022 Real e Ilustre Hermandad Nuestra Señora de los Dolores de Gandia Depósito Legal 

AGRADECIMIENTOS

D. Fernando Chorro Guardiola

D. Javier Estornell Cremades

D. Ferrán Frasquet SeguíDña Begoña Giner Montagud

Hermandad del Santísimo Cristo Yacente en la Crucifixión

Ayuntamiento de Gandia 


IMPRIME

Tecnigraf industria gráfica, SL 

Este libro ha sido escrito con motivo del nuevo acto de la noche del Jueves Santo de Gandia que será protagonizado por Nuestra Madre Dolorosa y el Santísimo Cristo Yacente en la Crucifixión. Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de este libro sin la autorización del editor. 













«Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre

y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás,

y María Magdalena. 

Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo

a quien Él amaba, Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”.

Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”.

Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como suya.» 

(Jn 19, 25-27) 





·INDICE· 





01. Prólogo 

02. Introducción 

03. Las Últimas Miradas 

04. El nacimiento de una nueva tradición 

05. Los organizadores del acto 

06. Sentido teologal de Las Últimas Miradas

07. El momento de la Crucifixión 

08. Mujer ahí tienes a tu hijo 

09. María en el Calvario. Lumen Gentium 

10. El Stabat Mater  

11. El dolor de la Virgen. El Via Matris
12. Via crucis con la Madre del Señor
13. El Cristo Yacente en la Crucifixión
14. ¡Oh, Cruz fiel!

15. Ejercicio religioso de Las Últimas Miradas 

16. Epílogo


01

·PROLOGO·


Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Arturo Pablo Ros Murgadas

Obispo Auxiliar de Valencia


Jesús está en la cruz, entregando la vida, orando al Padre. María estaba en pie, mirando a Jesús que la miraba también. Ella expresa su tierno amor de compasión, que era también su confianza activa y su abandono total a la voluntad del Padre, en unión con su Hijo. Se mantenía en pie llena de dulzura, de compasión, lo que le daba fuerzas para mantenerse en la prueba. No pensaba en sí misma. La Pasión de su Hijo es la suya. En una palabra, María estaba en oración, o más bien se había unido a la oración de su Hijo que no dejaba de interceder por nosotros. Hasta tal punto estaba ocupada en mirar a su Hijo y en reconfortarle con su mirada atenta y amorosa que no tenía ojos mas que para Él.

 

Para acercarse a este misterio de la presencia de María en el Calvario y su papel junto a Jesús, hay que comprender lo que es la compasión. La mirada de Hijo y Madre en el calvario, y la ternura a borbotones que se respira en el corazón de Jesús crucificado nos obliga a la petición de lo sublime: «Danos, Señor, tu ternura y tus entrañas». Misericordia, Señor, misericordia. Danos tu mirada y tu palabra oportuna para mostrar tu ternura a los que la necesitan. En la cruz, Jesús se preocupa por el dolor de quien le acompaña en un amor traspasado, con un dolor anunciado y aceptado, como voluntad del Padre a favor de los hermanos. ​Necesitamos, como Jesús, tener entrañas de consuelo y cuidado, de ternura y entrega para que nadie esté solo ni descuidado. Queremos que, en este mundo nuestro, a la madre nunca le falte el amor del hijo, y que al hijo nunca le falte la ternura amorosa de la madre. Necesitamos todos llegar a tener corazón de hijos como Jesús, y entrañas de madre como María.

 

La imagen de María en el Calvario es, sobre todo, el de una presencia contemplativa, en el sentido de que mira con los ojos del corazón al que han traspasado. Su presencia es en primer lugar una presencia silenciosa: no dice nada, como su Hijo, pero el silencio de la madre es infinitamente más elocuente que sus palabras. Frente a la Cruz hay que evitar las charlatanerías inútiles, los sentimientos artificiales, y hay que mirar sencillamente con intensidad y en silencio a Aquel que entrega la vida por nosotros. Pero en la mirada de María, hay infinitamente más que un compartir el sufrimiento humano de Jesús. En ese momento, guía su mirada a Jesús: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos los hombres a mí». A través de este misterio aparentemente accesible a nuestra psicología humana, hay una realidad misteriosa y más profunda. Al contemplar el amor de misericordia que arde en el corazón de su Hijo en la Cruz, la presencia de Dios en ella alcanza tal estado de incandescencia que la identifica totalmente con la muerte de su Hijo.

 

Desde la hora en que Jesús dio a María como madre a san Juan, «el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 27). Como él, tendremos que tomarla con nosotros, es decir, en nuestro corazón, y vivir con ella una intimidad que le consagre toda nuestra existencia. Por eso, acoger a María en nuestra casa no quiere decir solamente recurrir a su protección, reclamar su intercesión, o implorar su asistencia, sino también entrar en su oración de alabanza. María es absolutamente de Dios y no podemos pronunciar su nombre sin que ella pronuncie en nosotros el santo nombre de Dios. A esta luz adquieren todo su sentido las palabras de María: «Desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada». (Lc 1, 48)

 

La contemplación, la mirada profunda al misterio nos anima a la gratitud y al compromiso. Que María nos enseñe a decir «si» al Señor, pues, por pequeños que nos creamos, también cuenta con nosotros. Que nos contagie su fe esperanzada para acoger al Señor, en nuestras vidas, a pesar de los vaivenes que estas atraviesan. Nadie ha estado más cerca del misterio de Dios que María, la madre del Señor: lo llevó en sus entrañas. Ella nos puede aproximar a Él. Ahora y a lo largo de nuestra vida, acudamos a ella, que también pasó por desconciertos, pero estuvo siempre cerca de su Hijo, en el pesebre, en la Cruz y en el cenáculo. Ella nos lleva siempre de su mano para estar cerca de su Hijo.

 

Agradezco la invitación de la «Real e Ilustre Hermandad de Nuestra Señora de los Dolores» para poder acompañaros a través de las páginas de esta publicación. Os animo a leerlas con el corazón abierto, contemplando al Hijo y a la Madre, regalándoles tu mirada y tu oración: «Ella es la que se estremecía de gozo en la presencia de Dios, la que conservaba todo en su corazón y se dejó atravesar por la espada. Ella es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y a veces nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera, nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: “Dios te salve, María…”» (GE, 176)



 






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