¡Ay, Obama, Obama! ¿Tienes vocación de Epífanes?


¡Ay, Obama, Obama! ¿Tienes vocación de Epífanes?


Siempre aparecen personas que les molesta que los demás sean como son, aún cuando a ellos no les afecte objetivamente el modo de ser de los demás. Si les afecta subjetivamente hasta el extremo de convertirse en locura, merecen ir al psiquiátrico para que el resto de los mortales vivan en paz, orden y libertad.
Pongamos un caso con el que todos podamos entendernos. «A mí me apetece escuchar música o la radio y ponerme ante el televisor con auriculares. Siempre ha sido así, y cuando me encuentro solo lo hago siempre. Últimamente, me veo ya fastidiado, porque mi vecino siempre me avisa que voy a estropearme los oídos, y golpea la puerta de mi vivienda para advertirme, en caso de que esté con mis auriculares, que me desprenda de ellos, porque dice que mis “descuidos” a él le ponen enfermo. Y esto ocurre a diario.»
Yo entiendo los desvelos de mi vecino por mi salud, pero no voy a hacerle caso, ya que su enfermedad actual es más grave que  mi futuro o posible mal; pero, además, es que no voy a seguir su impertinente consejo porque no me da la gana, simplemente porque no quiero, en aras de mi libertad. Porque entiendo que cuando mis acciones no afectan al prójimo ni en bien ni en mal, sobre todo cuando no dañan al prójimo, cuando le respetan, son acciones que pertenecen al dominio mío personal, son mis acciones, en mi mundo, en mi deseo, en mi libertad. Y no estoy dispuesto a consentir que mi vecino invada la esfera de mi libertad.

I
Me he puesto a reflexionar lo que viene a continuación tras la lectura de un párrafo de la Biblia; aquel que dice así:
«Atropellemos al justo que es pobre, no nos apiademos de la viuda ni respetemos las canas venerables del anciano; que sea nuestra fuerza la norma del derecho, pues lo débil, es claro, no sirve para nada. Acechemos al justo que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra educación errada; declara que conoce a Dios y se da el nombre de hijo del Señor; es un reproche para nuestras ideas y sólo verlo da grima; lleva una vida distinta de los demás, y su conducta es diferente; nos considera de mala ley y se aparta de nuestras sendas como si fueran impuras; declara dichoso el fin de los justos y se gloría de tener por padre a Dios.
Veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida. Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él.» (Sab 1, 10- 20).
Este texto del libro de la Sabiduría, escrito aproximadamente entre cincuenta y cien años antes de Cristo, es esclarecedor. La libertad, el auténtico sentido de libertad molesta a los tiranos, a los dictadores y a los malvados (“impíos”). Simplemente por un complejo de inferioridad. Al impío, porque esto es un tirano por muy disfrazado que vaya de demócrata, le molesta la bondad del justo. El justo es piadoso, procura cumplir las leyes morales y civiles, ejerce sus derechos y cumple con sus obligaciones, es moderado en sus acciones y las tareas que emprende están volcadas al bien común y particular al mismo tiempo. Eso molesta al impío, por eso pretende sacárselo de delante. Si se elimina el bien y las buenas obras dejan de realizarse, el mal y la maldad campan por sus fueros como si fueran el modo “normal” de actuación.
En los tiempos que corren hay un continuo movimiento que en crecida enfrentándose al bien, al bien en sí mismo y a las personas o grupos cuya moral se funda en el bien, tanto individual como común. Las personas que tienen convicciones firmes, conceptos claros son consideradas como “una lacra social” porque su conducta o su modo de pensar pone en evidencia la mala acción de los “impíos”, aunque los justos no los señalen, porque son señalados por el contraste de las obras de uno y otro. El justo sufre la injusticia por cumplir con la justicia, mientras el malvado (adviértase que no digo “el malo” o “el malévolo”) no suele tener norte ante la justicia, más bien para él la justicia es tan subjetiva como los intereses del momento, entonces la justicia no se encamina al bien en sí, sino al acuerdo social, generalmente de una parte de la sociedad y no de la totalidad de la misma. Este acuerdo social se convierte repentinamente en ley y consiguientemente adopta el rango de moralidad del que carece en sí misma, pero se impone con la apariencia de lo “que es bueno para nosotros”.
El pueblo común acepta estos procedimientos porque no tiene un norte de moralidad fijo, dejándose influenciar por los propagandistas de nuevas éticas; porque es más cómodo seguir comportamientos que no comprometan, ni son exigentes de cara a una moral personal; o porque tiene ideologías declaradamente contrarias al bien y a la virtud objetivas.
De esto ya hace unas décadas que venimos sufriendo en nuestra sociedad occidental, en la que se pone en duda la bondad de la ética tradicional, los fundamentos de nuestro ser occidentales y toda filosofía que establezca los fundamentos de una ética encamina al bien y a la virtud. Por ende, todo esto se disfraza de religión medieval, trasnochada, pasada de moda, “contraria a la libertad”, etc.; de manera que mientras los impíos exigen para ellos unas libertades que no son tales, ni son derechos, ni son objetivas, niegan a los justos la libertad de ejercer sus convicciones, tachándolos de enemigos de la sociedad, del progreso y de la libertad, entendiendo, claro está, que progreso y libertad son el caos moral que hoy domina en el mundo occidental.

II
Entrando en la materia concreta que me ocupa en el momento presente, me referiré al señor Obama, presidente de los Estados Unidos de América del Norte. En efecto, la ley, conocida como Affordable Care Act (Acta de cuidado de la salud asequible), requiere que los planes de seguro de salud para los empleados se incluyan los servicios preventivos sin costo adicional. Entre estos se incluye la planeación familiar y distribución de métodos anticonceptivos como condones y píldoras. Pues se pretende que esta ley obligue a todos, también a las instituciones religiosas, aunque en el credo moral de éstas se considere contrario a la ley de Dios, de manera que los hospitales, colegios, instituciones sociales y de caridad de la Iglesia, que tienen empleados, han de abonar en los seguros todos aquellos gastos que devengan de la esterilización, contraceptivos y aborto; poniéndose de esta manera en peligro el ejercicio de la libertad religiosa, ya que si se ven obligados a pagar aquello que directamente se opone a su fundamento moral, en lo que cree, la libertad religiosa, o mejor, la libertad ha muerto.
Podrá alguien decirme que se trata de un derecho de los trabajadores a que la salud les atienda en estas necesidades. No puede haber un derecho que vaya contra otro derecho; o pueden compaginarse o hay un derecho que no es tal. Lo que queda claro es que si la Institución cristiana de educación, hospitalaria o de acción social y caridad ha de pagar aquello que es contrario a su opción fundamental, acabará por ir eliminando aquellas instituciones que tienen empleados y no son rentables, como por ejemplo las de caridad, lo cual vendrá a convertirse en una nueva carga para los estados. Porque una cosa es clara, resulta inherente a la condición de la fe cristiana la caridad, pero no la asistencia social. La caridad es una virtud que en el Evangelio está mandada por Jesucristo para sus seguidores; sus seguidores vivirán la virtud personalmente en el ámbito de su entorno. La Iglesia siente desde la fe la necesidad de ayudar a las personas necesitadas sin condicionamientos, es decir, sin mirar raza, religión, estado social de los beneficiarios de su acción caritativo-social, pero los condicionamientos han de incluir la libertad del ejercicio de sus creencias, es decir, no se le puede imponer acción alguna que vaya contra su doctrina. El peligro es evidente, se mata la libertad y disminuye la acción caritativo-social, los colegios y universidades, los hospitales y los centros de formación se encarecen y se convierten en elitistas, justo todo lo contrario de lo que es misión de la Iglesia.
Podrá alguien decirme que a qué viene tanto aparato por parte de las autoridades eclesiásticas, los obispos, si resulta que la mayor parte de los católicos también usan los preservativos. Les diré que es necesario distinguir lo que se debe hacer de lo que se hace y de lo que se puede hacer. La Iglesia como institución ha de defender su doctrina, es ésa su misión. Los cristianos tienen que esforzarse en vivir la doctrina cristiana, pero a nadie se le condena si no puede vivirla y a nadie se le separa si no quiere vivirla. El que se niega por egoísmo a vivirla, él mismo se separa.
En cierta ocasión me decía un estudiante de Derecho delante de todos sus compañeros: “Si la Iglesia y el Papa y los Obispos insisten y se empeñan en no admitir los preservativos ni el aborto, ni el divorcio... se quedarán solos”. Le tuve que contestar que si se quedan la Iglesia y el Papa y los Obispos -y añado los sacerdotes y los religiosos y las religiosas y los laicos cumplidores- se quedan solos, pues ya no están tan solos. Además, si uno se quedara solo en la Iglesia por defender la doctrina incluso con su vida y todos se pusieran en contra no sería una novedad, porque la Iglesia se define como institución fundada por Aquel que se quedó solo frente a todos colgado en una cruz, Jesucristo.
Si, señores, no es Obama, ni las industrias farmacéuticas, ni los ideólogos de este laicismo que nos rodea los que nos dejan solos, son ellos los que se ponen en frente del Cristo crucificado, insultado, vituperado, escarnecido, separado por defender la vida, la honestidad, la virtud, la caridad. La Iglesia, en boca de Benedicto XVI, afirma que no impone su fe y su moral, los propone como un mensaje evangelizador, de buena noticia, mensaje de vida no de muerte, mensaje de afirmación no de negación. Pero también exige que no le impongan los mensajes laicizantes de estos tiempos que corren. Muchas veces la Iglesia ha sido perseguida por este mundo opuesto a Dios, muchas veces han pasado a la historia, algunos incluso en letra pequeña a pie de página o sin mención, pero la Iglesia sigue adelante. Obama pasará, no sé si va a tener un segundo mandato, pero la Iglesia seguirá adelante porque, sin ser de este mundo, sabe vivir en las vicisitudes de este mundo.

III
Quiero concluir, aún a pesar de que se me queden en el pupitre muchas letras por colocar en el escrito. Y lo voy a hacer con otro texto de la Escritura:
«En aquellos días, el rey Antíoco decretó la unidad nacional para todos los súbditos de su imperio, obligando a cada uno a abandonar su legislación particular. Todas les naciones acataron la orden del rey, e incluso muchos israelitas adoptaron la religión oficial: ofrecieron sacrificios a los ídolos y profanaron el sábado.
El rey despachó correos a Jerusalén y a las ciudades de Judá, con órdenes escritas: tenían que adoptar la legislación extranjera, se prohibía ofrecer en el santuario holocaustos, sacrificios y libaciones, guardar los sábados y las fiestas; se mandaba contaminar el santuario y a los fieles, construyendo aras, templos y capillas idolátricas, sacrificando cerdos y animales inmundos; tenían que dejar incircuncisos a los niños y profanarse a sí mismos con toda clase de impurezas y abominaciones, de manera que olvidaran la ley y cambiaran todas las costumbres. El que no cumpliese la orden del rey tenía pena de muerte.
En estos términos escribió el rey a todos sus súbditos. Nombró inspectores para toda la nación, y mandó que en todas las ciudades de Judá, una tras otra, se ofreciesen sacrificios. Se les unió mucha gente, todos traidores a la ley, y cometieron tales tropelías en el país que los israelitas tuvieron que esconderse en cualquier refugio disponible.
El día quince del mes de Casleu del año ciento cuarenta y cinco, el rey mandó poner sobre el altar un ara sacrílega y fueron poniendo aras por todas las poblaciones judías del contorno; quemaban incienso ante las puertas de las casas y en las plazas; los libros de la ley que encontraban, los rasgaban y echaban al fuego, al que le encontraban en casa un libro de la alianza y al que vivía de acuerdo con la ley, lo ajusticiaban, según el decreto real.
Como tenían el poder, todos los meses hacían lo mismo a los israelitas que se encontraban en las ciudades. El veinticinco de cada mes sacrificaban sobre el ara pagana encima del altar de los holocaustos. A las madres que circuncidaban a sus hijos, las mataban, como ordenaba el edicto, con las criaturas colgadas al cuello; y mataban también a sus familiares y a los que habían circuncidado a los niños.
Pero hubo muchos israelitas que resistieron, haciendo el firme propósito de no comer alimentos impuros; prefirieron la muerte antes que contaminarse con aquellos alimentos y profanar la alianza santa. Y murieron. Una cólera terrible se abatió sobre Israel.» (1M 1, 41-64).
Este relato procede del primer libro de los Macabeos. Allí se narra lo que ocurrió a continuación: ejemplos de creyentes que daban gloria a Dios con el martirio al lado de otros que sucumbieron ante el miedo, hasta que los hermanos Macabeos levantaron una guerra para liberarse del tirano y consiguieron la libertad. Lo curioso es que estos libros judíos del final inmediatamente anterior a Jesucristo no forman parte del canon judío. Sin embargo, la Iglesia se ve reflejada en ellos como un anuncio de su propio ser. La Iglesia se encontrará siempre entre la aceptación de unos que en ella se apoyan y el odio de los que no la quieren ver ni en pintura. Pero ahí está y estará a lo largo de los siglos, sujeta siempre a ser conciencia y contraconciencia, la amiga y la perseguida. Pero resistirá, y de su seno surgirán profetas que mantendrán a lo largo de la “historia hominum” la voz de la verdadera humanidad, la humanidad con vocación universal, con miras elevadas, con la esperanza que no acaba más que en el reino de Dios.

IV
Santos y pecadores. Es el signo de los tiempos. Los cristianos se saben santos, es decir, llamados a la santidad, por eso siempre recuerdan sus pecados. Es curioso que los cristianos, particularmente los católicos sienten una llamada a ser santos, sin embargo comienzan su celebración paradigmática -la misa- reconociendo sus pecados. No es hipocresía, es vocación. Hace medio sigo -este mismo año, el 11 de octubre celebramos el cincuentenario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II- que hemos redescubierto nuestra vocación universal a la santidad. Todos sin excepción en la Iglesia, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1 Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles./ ... Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad [Cf. Pío XI, enc. Rerum omnium, 26 enero 1923: AAS 15 (1923)50 y 59-60: enc. Casti connubii, 31 dic. 1930: AAS 22 (1930) 548. Pío XII, const. apost. Provida Mater, 2 febr. 1947; AAS 39 (1947) 117; aloc. Annus sacer, 8 dic. 1950: AAS 43 (1951) 27-28; aloc. Nel darvi, 1 jul. 1956: AAS 48 (1956) 574s.], y esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena.” (Vaticano II, Lumen Gentium, 39).
Es curioso y produce un fuerte contraste, los que se saben llamados a la santidad se consideran pecadores; sin embargo, los que se ríen de la santidad, igualmente se ríen del pecado. Los católicos tienen conciencia del pecado, de su pecado, de su lucha contra el pecado, de sus derrotas y victorias frente al pecado, de la realidad de la tentación para hacer aquello que no quieren “Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace sino el pecado que habita en mí. Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la ley de mi mente, y me tiene cautivo. (Cf. Rom 7, 18b-23).
Esta es nuestra conciencia. Por eso, los que buscamos la santidad tenemos a la entrada de nuestros templos o en un lugar privilegiado el confesionario, lugar que nos recuerda que no somos todavía santos, pero que estamos llamados a serlo. Por eso, no nos extraña que, aunque creemos en una fe y una conducta que debe corresponder a esa fe (la vida moral) andamos lejos de haberlo conseguido, pero no por ello hemos renunciado a esa fe y a esa moral.
Acabemos. Mal la tiene Obama si piensa que los cristianos, contando entre católicos, protestantes y ortodoxos, no practican la fe de sus Iglesias no la moral como consecuencia de su fe. Este es el error de los que ven a los cristianos como un sector social que se mueve por conductas sociales. No; ni los católicos, ni los demás cristianos se mueven simplemente por conductas sociales. Es más compleja su realidad. Los cristianos, algunos cristianos, puede que no tengan una adecuada conducta según su Iglesia, pero saben que la verdad se encuentra en la doctrina de su Iglesia. Eso parece ignorarlo el señor Obama. Un cristiano piensa así: “Señor Obama, déjeme a mí el preservativo, pero no moleste a mi Iglesia que no lo acepta, porque me gusta que mi Iglesia se mantenga fiel a la moral de su doctrina y la prefiero a los dictados de un Gobierno. Señor Obama, déjeme pecar, que yo ya sé que peco, pero sé también que tengo una Iglesia que un día me va a comprender; no pelee usted contra ella que tendrá en mí un enemigo”.
Los cristianos, aunque se conduzcan según sus debilidades, saben donde está la virtud y la desean, y quieren obtenerla para practicarla, de modo que si el señor Obama se enfrenta con la Iglesia, tendrá los cristianos al frente. Ellos se alinearán con la Iglesia que es más permanente que el señor Obama, el cual no pasará de ser un Epífanes más en nuestra historia. Los cristianos somos pecadores, sí; pero aspiramos a la virtud y queremos ser santos: en ello va nuestra vida. Por eso no renunciamos a ser cristianos, aunque nos cueste vivir como tales, más aún, aunque no estemos viviendo como tales. Aunque estemos apartados, muy apartados de ser un cristiano como Dios manda, pensamos en ser un día un hijo pródigo (Cf. Lc 15, 11-32) como el Evangelio enseña.

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